UTOPIA

Por Maximiliano Mendoza.

“Creer significa liberar en sí mismo lo indestructible, o mejor: liberarse, o mejor: Ser”
(Franz Kafka)
“Las ideologías han muerto”. Éste fue el funesto anuncio que la impostora posmodernidad se encargó trompeteramente de vociferar. Se nos dice que “hemos asistido al funeral de la vieja modernidad”, donde toda posibilidad de convivencia racional de la sociedad fue desplazada por un paradigma aún más eudemónico que el iluminista.
Dicen que es cierto eso de que tenemos que ser realistas. Dicen, además, que a veces la decepción asesta golpes mortales a las utopías. Quizá, hayan sido esos mazazos los que hoy son invocados por los poderosos como argumentos para vituperarlas y menoscabarlas. Sólo recordemos que no hace muchos días atrás, la supina ignorancia macrista tildó de “románticos e irresponsables” a muchos hombres y mujeres en los que aún el sueño de un mundo mejor vive incólume ante los continuos ataques del “realismo”, de ese grosero empirismo que pretende justificar todas las atrocidades con las que convivimos a diario, convivencia a cuyo acostumbramiento me niego de plano.
El escenario actual de la civilización occidental nos muestra al hombre como un ser descreído, desencantado, decepcionado, sin un ideal por el cual luchar ni comprometerse, alimentándose ya de un proyecto vacío y agotado. Ya no hay verdad ni valores universales; es decir, todo parece indicar que no es factible aquel diálogo con voluntad de entendimiento que pretendía el viejo Sócrates; y entonces todo queda reducido a mera biología individual, en la cual el instinto de conservación oficia de principio rector, conforme al cual el hombre procede. De ahí que hayamos escuchado frases tales como “No te metas”, “Sálvese quien pueda”, “Hacé la tuya”, es decir: toda idea dimanante de la proposición-imposición “La naturaleza humana es egoísta”. Así, es evidente que en este fétido ambiente en el cual hoy la sociedad se desenvuelve, no puede crecer mayoritariamente sino una generación joven aún más desencantada, individualista y egoísta que la anterior. Y para peor: desconoce el origen de ese nihilismo, se le oculta su historia, haciendo de que por sí procedan indiferentes a la realidad circundante, sin que se cuestionen a sí mismos por la genealogía de esta nueva configuración del comportamiento social. Esta psicología de la nueva masa joven revela por tanto superficialidad, frivolidad y medianía intelectual. Y es un ámbito propicio para que la dinámica de mercado obtenga su rédito y se renueve a sí misma, ya que el poder trabaja de continuo para crear unidades funcionales y atómicas: sueña con lograr ese reduccionismo alienante de un individuo carente de todo pensamiento crítico, cosificado como una unidad de consumo y producción, incapaz de poner en tela de juicio los fundamentos mismos de la civilización actual. El sistema no sólo va a reproducir modelos culturales para propiciar psicologías funcionales a sus objetivos, sino que se va a valer de todos los elementos que tenga a su alcance para imponer verdades que lo sustenten.
Friedrich Nietzsche, aquel loco lúcido de enormes bigotes, escribía ya en 1887 en el prefacio de una obra que fuera publicada póstumamente en 1901, esta suerte de anuncio profético: … "Lo que cuento es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que sucederá, lo que no podrá ocurrir de otra manera: la llegada del nihilismo. Este futuro habla ya en cien signos; este destino se anuncia por doquier; para esta música ya están aguzadas todas las orejas”. Así, por aquel entonces, este filósofo-profeta del nihilismo anunció la configuración de la sociedad actual sin la necesidad de recurrir a una bola de cristal.
Ahora bien, partiendo de la base de que el nihilismo significa la extinción de los valores universales ¿debemos entender también idéntica suerte para las utopías? Cabe sospechar, cabe la desconfianza. Pero no cabe dejar de creer en ella a pesar de las pedagogías del desencanto. Muchos desertores de la creencia exigen racionalmente pruebas científicas y físicas de los valores, cuando deberíamos tener en cuenta que no existen tales vías de verificación, de demostración fáctica, simplemente porque se trata de cuestiones meta-físicas: por tanto no existen. Inútiles serían, pues, los intentos de corroborar físicamente dichas cuestiones.
Pero la utopía es distinta, ella no tiene la necesidad de pruebas, en ella se debe creer y conforme a ella proceder. Y la utopía es metafísica, claro que sí, pero es la única metafísica con serias posibilidades de ser física; justamente por ello es la única diosa a la que no me niego a adorar: me declaro un abierto devoto ortodoxo de la utopía. En cuanto al resto de las deidades, las considero como grandes somníferos sociales.
Creo que me fui de mambo. Mas me cabe, en virtud de intentar sustentar mi defensa de la utopía, la siguiente observación: somos hijos de una generación que a costa de sus sueños fue casi eliminada, donde sangre y muerte marcaron para siempre sus corazones, donde la decepción hizo de él su morada. Esos miedos y esas decepciones se nos han legado, y mucho de ello ahora devino en indiferentismo, en ausencia de todo ideal.
Pero veo que hay la utopía: Está entre nosotros como lo estaría el “infiltrado” en un acto proselitista de conservas, intentando convencernos de que nos pasemos a su bando susurrándonos al oído Fukuyama no existe, y me invita a formar parte de su grupo. La utopía todavía es capaz de merodear por muchos corazones a pesar del miedo y las decepciones. ¿Debemos comernos el verso de que la historia terminó? ¿No está en nuestras manos escribirla en aras de un mundo mejor, ajustado a nuestros sueños?
Así, pues, aprendamos a ser capaces de emerger de las profundidades del caos y la confusión que nos inventan, y encendamos la antorcha del ideal para iluminar el camino que nos conduzca a un mundo mejor. Somos el germen del recambio generacional (¡la primavera es inexorable!, decía Neruda) y en miras al futuro debemos hacer rebosar a nuestros espíritus del ardiente fervor propio de la naturaleza de los soñadores: Creer. Creer en nuestros ideales, comprometernos con nosotros mismos y con los nuestros, para no ser la comidilla de los que sacan provecho de nuestras miserias, simplemente porque en nosotros está el futuro.
Ella está en el horizonte -dice Fernando Birri-. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para que sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar.
“Ventana sobre la Utopía”, extraído del libro “Las Palabras Andantes” de Eduardo Galeano.

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